domingo, 30 de agosto de 2015

Ana



importancia.
(De importante).
1. f. Cualidad de lo importante, de lo que es muy conveniente o interesante, o de mucha entidad o consecuencia.
2. f. Representación de alguien por su dignidad o cualidades. Hombre de importancia.

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¿Quién no habrá sentido culpa alguna vez? Por comer demás, por no decir lo que pensaba en el momento adecuado, por no cumplir con algún deseo del otro.
Cuando siento culpa por alguna acción o falta de acción, me pregunto acerca de la importancia del asunto. Me di cuenta de que lo importante se mide por sus consecuencias. Si siento culpa es porque creo que la consecuencia será negativa para mí y no estoy dispuesta a atravesar ese momento.Quiero contarles la historia de Ana, quien fue llevada desde bebé a una iglesia. Qué mejor contexto para hablar de culpa, ¿verdad? Allí creció de fin de semana en fin de semana, porque la semana era algo que transcurría como lo pagano, como el momento de estar entre los otros, que no iban a la iglesia (al menos no a la de ella). Lo importante sucedía los sábados y domingos cuando se reunían en un templo a cantar y a leer la Biblia. Ese era el momento donde se aprendía a vivir: la moral, las virtudes, los pecados, las penitencias y lo sagrado todo tenía que ver con aprender a vivir. La incongruencia se les escapaba por el hecho de que se hablaba del cielo, de la vida después de la muerte y casi todas las metas que debía lograr un ser humano eran en extremo duras, sufridas. Casi todo lo que nos configura como seres humanos está mal, esa fue una de las premisas que aprendió Ana durante su infancia. Cómo no aceptar el amor divino si era un regalo. Era irrechazable, el bien más preciado: la vida eterna. Todas las certezas se enseñaban por allí. Ana no reflexionaba mucho acerca de estas cosas porque era muy niña. Ahora piensa, después de haber leído bastante.Ana vivía con culpa, ella quería ser un ejemplo, ser una buena persona, ser moralmente pura, pero nada de eso era real en su vida. Entonces cada palabra, cada acción estaba guiada por ese sentimiento de pesadez de no estar haciendo nada bien. Podemos pensar “pobre, Ana, qué tonta dejarse influenciar así”. No, mis queridos, estas cosas se aprenden. No la encerraron en un garaje con un video las veinticuatro horas al día durante una semana para hacerle un lavado de cerebro. Estos comportamientos y maneras de sentir se traspasan de adultos a niños, de pastores a filigreses, de maestros a alumnos. Un día te hacen sentir que está mal que faltes a una clase de escuela dominical, otro día te hacen notar que te olvidaste de leer en la semana la parte de la Biblia que te habían indicado, otro que no aprendiste tal versículo de memoria o te olvidaste la Biblia en tu casa. Y como toda niña, Ana, quería encajar y ser parte de ese grupo con el que estaba obligada a interactuar. Entonces, aprendió versículos, leyó la Biblia en un año con un método que le dieron en la iglesia. No entendió nada, pero si preguntaba tampoco le satisfacían las respuestas agarradas de los pelos. Ellos tenían solo aseveraciones, declaraciones verdaderas por lo que ellos afirmaban. Ana solo tenía preguntas.Fue así, como ella comenzó a sentir culpa cada vez que tenía sueño y no quería levantarse para ir a la reunión o quería desayunar tranquila en su cama. No le gustaba la gente, no era gente que ella elegiría, por diferentes motivos: la hacían sentir mal, la cargaban si preguntaba algo con un tono de duda, no tenían la misma edad, tampoco eran sus amigos, algunos eran malos de por sí y otros, por boludos.Este sentimiento ruin comenzó a vivir en ella y fue el motor de muchísimas acciones o decisiones que tomó de ahí en adelante. Tan triste se sentía Ana, que se quería morir. Una vida así no era como describían las enseñanzas de Jesús, pero así vivían los adultos. Era lo que enseñaban sin palabras sus padres y maestros. Cumpliendo con tareas cada fin de semana porque se requería eso de ellos. Escuchaba quejas y críticas. Se perdió todo contacto con su familia de sangre porque tenían que estar todos los fines de semana con esta otra gente que andá a saber de dónde salieron. Ana se perdió cumpleaños, casamientos, nacimientos y reuniones familiares todo por la iglesia. Por estar con gente que no le sumó nunca nada. Ah, sí, algo sumó: la culpa.Ana atravesó la adolescencia y juventud muy depresiva. Imaginen hacer casi todo por culpa. Tener amigos por culpa porque hay que ser abiertos a todos, amar a todos. Dios mira el corazón decían, bueno, pero Ana no lo veía. Ana no ama a todos, ama a algunos y son bien pocos.Todo esto sufrió hasta que se dio permiso para dudar, para replantearse la vida que le quedaba por vivir. Al principio no se daba cuenta de que lo que buscaba era sacudirse de la culpa del hacer, vivir y estar para los demás. Creía que su enojo con todos era algo natural de la edad, pero los años pasaban y ese enojo no se iba. Todo esto se había hecho carne en ella, era parte de su conformación como mujer. Ella hasta creyó que esto la definía.El cuento mental que le inculcaron desde niña −con muy buenas intenciones, pero con las peores consecuencias− resultó ir en contra de sí misma, de sus gustos, pasiones y deseos. Tanto le habían dicho que tenía que morir a sí misma, que casi lo logra. Matarse. Internamente, claro. Todo lo que componía su estructura única de ser humana se adormeció durante largo tiempo, para que ya no viva ella, sino Cristo. Una suerte de enajenación. Irse de sí misma para que otro ocupe el lugar.Menos mal que Ana era adicta a mirarse en el espejo, por lo tanto, no logró irse del todo. Se quedó en un rincón leyendo a Simone de Beauvoir, esperaba su momento.  Las cosas fueron acomodándose en su cabeza y nunca más tuvo miedo de preguntarse por la importancia de las cosas. Descubrió que había otras mujeres de esta y de épocas pasadas que vivieron situaciones similares y salieron adelante, se reinventaron y no se avergonzaron más por no ser tan morales ni se castigaron tanto por no llegar temprano a una reunión sin sentido. Su ser era maleable, podía modificar y cambiar piezas de lugar.Ana aprendió que si se preguntaba cuán importante era esto o aquello para ella, podría enfrentar las consecuencias sean buenas o malas. Adiós a la culpa y bienvenido el bien vivir. “El mundo es una pregunta”.Cuando la historia de Ana llegó a mí, no pude más que identificarme, no pude juzgarla ni quiero que lo hagan ustedes. Es su vida, su versión y su mirada de las cosas.

Para mí, lo importante es qué haremos nosotros con la propia.






miércoles, 12 de agosto de 2015

Distancia

distancia.
(Del lat. distantĭa).
1. f. Espacio o intervalo de lugar o de tiempo que media entre dos cosas o sucesos.
2. f. Diferencia, desemejanza notable entre unas cosas y otras.
3. f. Alejamiento, desvío, desafecto entre personas.
4. f. Geom. Longitud del segmento de recta comprendido entre dos puntos del espacio.
5. f. Geom. Longitud del segmento de recta comprendido entre un punto y el pie de la perpendicular trazada desde él a una recta o a un plano.
guardar las ~s.
1. loc. verb. Observar en el trato con otras personas una actitud que excluye familiaridad o excesiva cordialidad.

Cuando cumplí  veinte años me fui de mi casa. Me independicé. Soñaba con vivir sola, con ganar mi dinero y hacer lo que me venía en gana, pensé que sería libre y feliz. No fui ni tan libre ni tan feliz.

Omití el detalle de que me fui —según Google— a 1063 km de mi casa. En auto se tardan: 11 hs 53 min, en avión: 1 h 30 min. Me deprime un poco ver que el vuelo dure tan poco y que por falta de dinero no haya viajado más veces. En 11 años, tampoco mi familia vino tantas.
Ahora me doy cuenta de que hay varios 11 en este párrafo, en la numerología significa algo muy potente. No me quiero ir por las ramas, pero la simbología de los números es muy interesante.

La distancia física es una cosa, el desafecto entre personas es otra. Quizás una lleva a la otra. Los caminos que hay que recorrer en ambos casos son trabajosos, cuestan dinero o cuestan orgullo. Se puede volar y llegar rápidamente al otro lado o se puede ir en auto tranquilos sin apuro como si tuviéramos tiempo de sobra.

Siempre viví lejos de la familia de mis padres y ahora vivo lejos de mi papá y de los demás parientes. Diría que estoy acostumbrada, me resultaría raro almorzar todos los domingos con él o con otros familiares. Vivir lejos de alguien no significa estar lejos. Alejarse es un acto del interior, una decisión del corazón. Si estoy lejos de alguien es porque no digo cosas que siento, ni las que pienso ni comparto las ideas que se me cruzan por la mente. Alejarse es otra cosa.
Por ejemplo, tengo una amiga que vive en Alemania, cada vez que chateo con ella me siento como si estuviéramos tomando un té en su casa. Los temas que hablamos nos acercan, claro que sería bárbaro verla cara a cara, pero esos miles de kilómetros se vuelven nada cuando comenzamos a charlar.

Conozco a mucha gente que se fue de su casa a vivir muchísimo más lejos que yo y se ve más seguido con su familia. Yo no tenía adonde recibir a nadie y quizás por eso no venían. Es lo que imagino, nunca lo pregunté ni ellos me preguntaban demasiado qué necesitaba. En fin. Así las cosas, pasaron 11 años sin visitas recurrentes.

El espacio o intervalo de lugar que media entre mis seres queridos se podría acortar bastante si de las dos partes hiciéramos el mismo esfuerzo en volar, tomar un colectivo o venir en auto hacia un punto medio. Nunca se nos ocurrieron esas ideas. Ellos tienen autos y camionetas, yo no. El que se fue tiene que volver, siempre, gastar el dinero que no tiene para cumplir con el deber de visitar. Son cosas que no se dicen, pero se saben.
Con el tiempo dejé de extrañarlos, dejé de pensar en sus vidas, tampoco ellos pensaban mucho en la mía o no lo demostraron, ni idea.  Cuando digo familia incluyo a los abuelos, tíos, primos. Todos los que tengamos vínculo de sangre. Sí, a algunos quiero más que a otros, pero los vínculos se construyen con distancia o sin ella.  Hasta creo que varios no me conocen. 

Quizás es algo común, todas las familias tienen esa tensión entre el estar biológicamente conectados y el ser familiar con el otro. A mí me es más familiar una amiga que cualquiera de ellos.

La distancia también es una actitud: no estar, no llamar, no preguntar, no interesarse, no viajar, no proponer puntos de encuentro, no escribir, preguntar y no escuchar, escuchar sin atención. Son actitudes que se toman para poner distancia, para alejarse. Es todo lo que suelo hacer si no me interesa una persona. Algunas veces mi mente lucha: lo digo o no lo digo y ahí gana la actitud: la acción, en vez de solamente decir, hago y demuestro lo que quería expresar.

Por otra parte, mi manera de estar presente y acortar distancias es así: conversando o escribiendo, no voy mentir y decir que estoy siempre físicamente, porque no es  verdad. Estoy, los que me quieren y quiero me encuentran fácilmente. Quizás yo no supe entender cómo los demás acortan sus distancias.

Desde mi lado, que es el del que se va. La distancia fue dura. Estar sola y saberme sola. Esa fue mi sensación y mi decisión. Del otro lado hubo silencios, y no sé qué decían esos silencios. 

Hablaron y los interpreté como una orden de hacéte hombre sé fuerte y aguantá cualquier situación, porque vos lo elegiste, te fuiste así que ahora viví esa vida que soñabas. Quizás mi orgullo no quería ir a pedir ayuda, pero el pedir lo aprendí hace muy poquito, así que no me voy a exigir en retrospectiva.

Todo eso me lleva a pensar en el “dilema del erizo” de Schopenhauer. Donde la imagen sería esta: un día muy helado, un grupo de erizos buscan mantener el calor, pero si se acercan se hieren y si se alejan demasiado, se mueren de frío.

Y yo, no me quiero morir de frío.