jueves, 14 de febrero de 2019

Mi San Valentín


14 de febrero de 2019

Semivestida, rodete en alto, con lagañas escondidas y tomando un café con leche en el living de mi casa, veo cómo todavía no amanece en la ciudad que casi nunca duerme.

Apenas me levanté y calenté la leche en el microondas, escucho que mi hija llora y tengo que ir al rescate a darle un par de tetas para que se vuelva a dormir. Ya tiene dos años y veinticuatro días, deberíamos dejar este ritual y reemplazarlo por mamaderas, por mimos, por algo que no me genere esta molestia cada vez que debo darle de mamar a las 4 am. No sé cómo hacer, no sé cómo se deja de amamantar, leo miles de artículos para poner en práctica y que no sea traumático para ella. No sé qué hacer, de verdad lo digo. Me dan ganas de dejar de dársela de una vez  por todas y explicarle que ya no está más la ‘tete’ (como le decimos nosotras) que se fue a dormir y ella ahora que está más grande tiene que tomar en taza. Pero claro, ese no es el tema, ella me diría —si pudiera— que lo que quiere es estar conmigo, mis brazos, mi olor, mi calor, los mimos y poder hacerse una pelotita para dormir ajustada por mis antebrazos. Ya lo resolveré, no temo.

No, no quiero más consejos. No los estoy pidiendo. Cuando los pido, los pido y todo bien. Porque hoy en día pareciera que todos pueden hablar de temas que no manejan, tocan de oído pero opinan a lo pavote y sacan sus teorías —jamás aplicadas— para explicarte cómo debés vivir tu vida, cómo educar a tus hijos, cómo atravesar momentos difíciles tomos uno, dos y tres. ¿Entonces, qué quiero? Nada más que ser escuchada. Listo, ¿tan difícil es? Parece que sí, porque hasta esas madres que fueron madres hace cinco minutos como yo, o esas que tienen más de treinta años en estos menesteres quieren ayudar. Porque las madres hacemos eso, facilitamos, ayudamos y aconsejamos… bueno, pero debería ser a nuestros hijos, no gratuitamente a otras madres. 

Lo curioso es que cada niño es diferente, que cada madre es única y cada casa tiene su cultura. Dentro de estas cuatro paredes, la invento yo. Invento que no lavo los platos si no quiero, que tengo siempre unas famosas galletitas de avena por las dudas y que no puede faltar ni leche ni huevos ni edulcorante en nuestro hogar. Que los domingos son para nosotros tres, que no suelo ir adonde me sienta incómoda y que ya no queremos agradar a los demás, porque ellos no lo necesitan de todos modos. Una cultura familiar particular, ni buena ni mala, con muchas más cosas que se gestan detrás de estos ventanales de un departamento alquilado de los años cuarenta. 

¿Alguien podrá leer estas líneas sin emitir un juicio? Lo dudo. Ya estarás analizando a este narrador verborrágico que cuenta sus avatares domésticos.

Para las cuatrocientas setenta y una palabras de este texto, ya me he terminado el café. Quiero otro, pero sería un exceso, no lo acompañé con tostadas ni galletitas ni fruta. Temo hacer ruido y que se despierten mis amores, mis motores para todo —yo también tengo motor propio, eh, no vayas a creer…—; sin embargo, lo digo con orgullo porque me gusta tenerlos en mi vida, los elegí y los cuido. Amar es cuidar, y cuidar es atender, cultivar, mantener, preservar, proteger, custodiar, mirar, vigilar, asistir.

¡No te puedo creer! Hace dos renglones se largó a llover. Escucho las gotas cayendo despacio, aunque contundentes sobre el pequeño patio y el balcón. Ya fui a chusmear, porque me gusta ver la lluvia a través de las luces de la calle. Todavía siguen prendidas y eso que ya pasó un rato de las 6 am.

1 comentario:

Unknown dijo...

Me encantó! Me sentí muy identificada!