martes, 2 de abril de 2019

Vecina


Porque sí. Porque tuve un día largo, porque tengo ganas… me estoy fumando un pucho. Uno de esos mentolados para que sea más suave, qué se yo. Una copa de vino, con un hielo porque hoy —aunque ya estamos en otoño— hace calor. Me puse un vestido largo, para mí, no para nadie más, acá sola en mi departamento aunque sé que mi vecina me estará mirando. Esa vecina que tiene siempre el balcón lleno de hojas desde que la señora no viene más a limpiar. Esa que tiene una nena chiquita, que deja los ventanales entreabiertos para que, claramente, su hijita no se escape.

Me había hecho la planchita, pero con el calorón de mi departamento enarbolé un magnífico rodete. Tenía un vino tinto de ayer a medio abrir y me serví lo que quedada, lo voy a tomar despacito porque no tengo ganas de pedir delivery de alcohol. No como mi vecino del 6to B que acaba de bajar descalzo y en cuero a buscar dos latitas de cerveza que le trajo una moto, ¿es joda? ¿Dos latitas? Para eso querido subí a pedirme unas a mí que siempre tengo de reserva. Pero no nos conocemos, está ayudando a su amigo que está abajo con balizas porque no hay lugar para estacionar. Desde que hicieron tantos edificios en esta cuadra no tenemos un puto lugar. Sí, ya estoy a las puteadas porque ustedes no saben lo que es buscar un lugar durante veinte minutos con tal de no pagar estacionamiento.

Estoy en mi balcón, mi lugar, con mis plantitas, con mi vestido y mi humo. Bendigo a mi padre, que en paz descanse, que nos dejó un departamento a cada uno de nosotros. Somos cuatro hermanos, todos recibidos, no nos damos mucha bola, pero nos queremos. Uno se fue con una beca a USA y se cree mil, pero es divertido, lo cargamos entre todos porque ahora dice que se olvida cómo se dicen algunas palabras en castellano. Qué rico este vino, me tengo que anotar la marca porque tengo mala memoria para los vinos, y eso que me gustan, eh.

Tengo pose de diva, me dicen eso, pero debe ser porque mido casi 1,80. Para ser mujer todos me dicen que soy muy alta. ¿Muy alta? Pero, chicos, por favor, son ustedes los enanos. Bueno, cada cual con su genes. Déjenme en paz con los míos. No quiero que me llame Manuel que hace días me viene mensajeando de madrugada, se ve que se peleó de nuevo con la novia y yo vengo a ver su premio consuelo o comienza discusiones a propósito para no sentir culpa de cagar a la novia. Así están los hombres, diría mi mamá. Que pobre, no pega una tampoco, sale con cada marmota que me da rabia de solo pensarlo. Una mujer tan bonita, tan inteligente… con tanta mala suerte.

Pasan los autos y yo pienso cómo se me pasa la vida a mí, tomo un trago de este vino que no quiero que se termine porque me niego a ser como mis vecinos, pero qué ganas de fumarme otro puchito, de que no llegue el frío y de seguir en este balcón. Solo porque sí. Mañana es feriado, veremos si salgo de nuevo a mi lugarcito en el mundo, pero eso seguro, antes, paso por el chino a comprar otro tinto.

viernes, 15 de febrero de 2019

Soliloquio entre avenidas


Pestañas postizas, ok. Peluca, ok. Colorete, ok. Rush, ok. Estoy lista para salir de casa, perfecto. Abro la puerta exterior de mi PH y me coloco los auriculares, me dispongo a salir por Scalabrini Ortiz derechito. Por cierto, ¡cómo detesto esta avenida! Sus bazares, sus casas de pastas, sus veredas ¡sobre todo sus veredas! Pero qué más da, es la ruta que debo hacer. Ojalá no me encuentre a Doña Clara, que siempre me saca conversación de cualquier cosa como si fuera que una tiene tiempo que perder. Por eso me puse los auriculares, para que parezca que voy escuchando música y evito detenerme a charlar, pero hoy no tengo ganas. Además, me dijeron que para alguien de mi edad es peligroso ir por las calles de Buenos Aires sin oír nada.

Quién me mandó a ponerme estos tacos, ya hice tres cuadras y estoy a las puteadas pensando en mi vieja —Dios la tenga en la gloria— que me dijo una vez: “Mirta, un poquito de taco no le hace mal a nadie, encima te estilizan, vos que sos medio petacona”. Listo, nunca más pude usar unas chatitas. Gracias, mamá. Si alguien me viera diría que soy actriz de cine, bah, en verdad de acá de los teatros under como le dicen los jóvenes. Mi peluca impecable, peinadita, rubio ceniza y mis pestañas que ni se notan que son postizas, porque no son esas tupidas y largas, son normales. Me las recomendaron mis hijas, que siempre andan con cosas nuevas.

Ellas tienen 37 y 33 años, muy buenas chicas ya recibidas las dos, una es ingeniera industrial y la otra diseñadora de indumentaria. A las dos les gusta la moda, aunque tienen estilos bien diferentes. Me ayudan a elegirme la ropa, los benditos tacos —ni tan altos ni tan bajos— para que mi madre no se retuerza en su tumba. Quisiera pasar más tiempo con ellas, pero bueno, yo jubilada y ellas con mucho trabajo, por lo menos hablamos casi todos los días por teléfono, no todas las madres pueden decir eso.

Me detuve en el vivero cerquita de Av. Córdoba. Las plantas tienen en mi un poder hipnotizador, tantos verdes, las flores de colores esas chiquititas o las más grandes, nunca pude aprenderme bien los nombres; a quién le importa si total no las andamos llamando. De un tiempo a esta parte descuidé las flores que tengo en el patio, que el calor, que la lluvia… no sé, a veces me pasa que aunque me gusten no las atiendo demasiado. Ahora que pasé por el vivero, me prometo que a la vuelta me compro una nueva así me da ánimo para dedicarme al jardín por la tarde.

Me saqué la chalina, qué calor, no sé para qué me la puse. Ya sé, mi hija me
nor que tanto anda diseñando dice que tengo que compensar las caderas redonditas que tengo con algo arriba, en el cuello. ¿Qué cuello si ya ni se me ve? Qué risa me da. Me reí fuerte y un señor giró para mirarme. Perdón, ¿una no puede reírse de sus propios pensamientos?

Ya estoy por llegar a Av. Corrientes, qué feos negocios, mirá que soy una señorona ya, pero algo entiendo de estética al menos, esos carteles tan sucios, por favor. La ciudad no es lo que era. Paré un momento porque me agité, qué raro, nunca me agito. Le doy un sorbo a mi botellita de agua y sigo. Siento un aroma a café tan rico, que me hace olvidar todas las cacas de perro que vi desde que salí de casa. Qué cosa la gente, che.

Tengo que pasar por la mercería, eso, eso me estaba olvidando. Porque se le descosieron unos pantalones a mi marido y están nuevos, no los vamos a tirar. Tienen arreglo, eso sí que le agradezco a mi madre, que me haya hecho estudiar corte y confección “te va a servir, ya vas a ver”, tenía razón. Aunque debo decir que para una adolescente con amigas muy callejeras no era la hora más feliz del mundo, yo a todas les decía que iba a estudiar piano. Ni “do re mi” sé tocar. Me reí fuerte de nuevo. Ahora iba sola por la vereda, menos mal, van a pensar que estoy loca.

Me pica la cabeza, qué suerte que estoy a dos cuadras. Me dio calor la caminata, eh, pero me hace bien. Siempre me lo dijo el médico y yo no le daba bolilla. Qué terca era de joven. Me tengo que acordar, eso sí, la próxima salgo sin chalinas y me pongo esas zapatillas deportivas que me regaló mi hija mayor. “Son re cómodas, mami” me dice, usálas, con esos taquitos te podés caer. A ella porque le gusta mucho correr y caminar y esas cosas deportivas, en eso salió al padre. Suerte por ella.

Uf, ya estoy en el Parque Centenario, parece que no, pero esta viejita se aguantó tantas cuadras con sus taquitos. Ya veo el antiguo edificio blanco, con sus ventanas y toldos extendidos porque el sol está pegando fuerte aunque sea primavera. Saludo al de recepción, ante todo tengo buenos modales, y subo por las escaleras. No les dije, pero estoy muy contenta. Hoy es mi última sesión de quimioterapia.

jueves, 14 de febrero de 2019

Mi San Valentín


14 de febrero de 2019

Semivestida, rodete en alto, con lagañas escondidas y tomando un café con leche en el living de mi casa, veo cómo todavía no amanece en la ciudad que casi nunca duerme.

Apenas me levanté y calenté la leche en el microondas, escucho que mi hija llora y tengo que ir al rescate a darle un par de tetas para que se vuelva a dormir. Ya tiene dos años y veinticuatro días, deberíamos dejar este ritual y reemplazarlo por mamaderas, por mimos, por algo que no me genere esta molestia cada vez que debo darle de mamar a las 4 am. No sé cómo hacer, no sé cómo se deja de amamantar, leo miles de artículos para poner en práctica y que no sea traumático para ella. No sé qué hacer, de verdad lo digo. Me dan ganas de dejar de dársela de una vez  por todas y explicarle que ya no está más la ‘tete’ (como le decimos nosotras) que se fue a dormir y ella ahora que está más grande tiene que tomar en taza. Pero claro, ese no es el tema, ella me diría —si pudiera— que lo que quiere es estar conmigo, mis brazos, mi olor, mi calor, los mimos y poder hacerse una pelotita para dormir ajustada por mis antebrazos. Ya lo resolveré, no temo.

No, no quiero más consejos. No los estoy pidiendo. Cuando los pido, los pido y todo bien. Porque hoy en día pareciera que todos pueden hablar de temas que no manejan, tocan de oído pero opinan a lo pavote y sacan sus teorías —jamás aplicadas— para explicarte cómo debés vivir tu vida, cómo educar a tus hijos, cómo atravesar momentos difíciles tomos uno, dos y tres. ¿Entonces, qué quiero? Nada más que ser escuchada. Listo, ¿tan difícil es? Parece que sí, porque hasta esas madres que fueron madres hace cinco minutos como yo, o esas que tienen más de treinta años en estos menesteres quieren ayudar. Porque las madres hacemos eso, facilitamos, ayudamos y aconsejamos… bueno, pero debería ser a nuestros hijos, no gratuitamente a otras madres. 

Lo curioso es que cada niño es diferente, que cada madre es única y cada casa tiene su cultura. Dentro de estas cuatro paredes, la invento yo. Invento que no lavo los platos si no quiero, que tengo siempre unas famosas galletitas de avena por las dudas y que no puede faltar ni leche ni huevos ni edulcorante en nuestro hogar. Que los domingos son para nosotros tres, que no suelo ir adonde me sienta incómoda y que ya no queremos agradar a los demás, porque ellos no lo necesitan de todos modos. Una cultura familiar particular, ni buena ni mala, con muchas más cosas que se gestan detrás de estos ventanales de un departamento alquilado de los años cuarenta. 

¿Alguien podrá leer estas líneas sin emitir un juicio? Lo dudo. Ya estarás analizando a este narrador verborrágico que cuenta sus avatares domésticos.

Para las cuatrocientas setenta y una palabras de este texto, ya me he terminado el café. Quiero otro, pero sería un exceso, no lo acompañé con tostadas ni galletitas ni fruta. Temo hacer ruido y que se despierten mis amores, mis motores para todo —yo también tengo motor propio, eh, no vayas a creer…—; sin embargo, lo digo con orgullo porque me gusta tenerlos en mi vida, los elegí y los cuido. Amar es cuidar, y cuidar es atender, cultivar, mantener, preservar, proteger, custodiar, mirar, vigilar, asistir.

¡No te puedo creer! Hace dos renglones se largó a llover. Escucho las gotas cayendo despacio, aunque contundentes sobre el pequeño patio y el balcón. Ya fui a chusmear, porque me gusta ver la lluvia a través de las luces de la calle. Todavía siguen prendidas y eso que ya pasó un rato de las 6 am.

sábado, 15 de diciembre de 2018

NO QUERÍA CONTARLES


Que muchas escriben estos días, que no sé si quiero contar mis cosas en las redes, que quisiera escribir ficción de todo lo que oí alguna vez, que ya hay muchos relatos de este tipo y quien sabe qué cosas más se agolparon en mi mente para no dedicar quince minutos a escribir un poco.

Excusas, solo eso, no tengo verdaderas ganas de ser una más del montón. Porque a mí también me tocaron sin mi consentimiento, a mí también me dijeron guarangadas y tuve que hacerme la distraída porque estaba en el trabajo. No tengo ganas de contarles que a mí no me violaron, y por eso siento que tuve mucha suerte, como muchas de mis amigas y conocidas. Un horror, solo por suerte no entré en esas estadísticas.

No tengo ganas de relatar los pormenores de una oficina que por siete años fue mi casa, en la que pasé muchísimas horas, con muchísimos hombres que sí fueron respetuosos y otros que de acuerdo el día me respetaban o no. “Que no seas así”, “sos de mecha corta”, “que te debe estar por venir”, “es que sos una puritana”, “que no te hice nada, che, solo te saludé y apoyé mi mano en tu cintura”… muchos de estos comentarios los oía a diario.

Tampoco tengo ganas de contarles esto, que había un amigo del director del área donde yo trabajaba y que solía visitarlo, y no hubo un solo día en que no me doliera la panza cuando lo veía venir por el pasillo. Una caricia en el brazo, una mano en la cintura, un comentario acerca de mis tetas, de mi cola, de mis ojos, de mi boca… en fin, las mujeres que me están leyendo ya saben cómo es. El tema es cuando me defendía de todos esos comentarios o hacía un movimiento brusco para zafarme del contacto físico. Cuando digo brusco es brusco, eh. Soy medio bruta decían, sí, porque no me gusta que me toquen sin mi consentimiento, menos gente desconocida, chicos.

No quisiera contarles de un día en que me enojé mucho con este varón y le propicié una gran puteada y le lancé lo primero que tenía a mano (una cajita de ganchos) para que me deje en paz. Se asustaron, claro, porque en la oficina todos teníamos que parecer modositos, no hacer ruido, nadie hablaba muy fuerte, hasta una mujer muy cercana se reía de las humoradas sexuales de este señor hacia mi persona. A ella también le decían cosas, las pasaba por alto, se divertía o no sé, porque decía una cosa y hacía otra, ella era así en realidad. Se horrorizaba a escondidas, pero jamás me defendió ni lo frenó, como para bancar la parada juntas.

No quiero contarles que le dije a uno de los jefes que si me iban a echar, prefería “que sea por loca, pero no por puta”. “No, cómo te voy a echar, te defendiste, está bien”. Claro, yo esperaba que algún hombre le pare el carro a este idiota, porque con mis respuestas directas, muy directas de que no me gustaba nada de lo que me decía o hacía no era suficiente. Pero desde ese día, en que me enojé mal, que temblando de nervios le lancé esa cajita y lo mandé a la c… de su madre nunca más me habló. Quedé como la loca, la que reaccionó, la hormonal.

No quiero contarles que para ese entonces, un par ya me habían llamado a su oficina mientras estaban mirando fotos de mujeres desnudas o en ropa interior. No quiero contarles que también cambié mi manera de vestir, siempre con cosas largas, tapando todo lo que la naturaleza me dio para evitar comentarios. No hubo manera, los comentarios siguieron, quizás no tan frecuentes, pero siguieron aunque mi guardarropa haya sumado burkas.
No quería contarles que también cuando estuve embarazada un gerente me trató mal, me trató de “hormonas caminando” porque reaccioné a sus gestos y cara de desprecio y a siete años de aguantarlo. No quiero contarles cómo le grité, cómo me descargué, cómo se puso a llorar (lágrimas de cocodrilo) pidiéndome perdón. Luego del episodio, el muy imbécil, siguió reclamando un “besito de buenos días” porque dejé de saludarlo por las mañanas.

No quería contarles que las mujeres preferimos quedar como locas, pero que sabemos que algunos son de comentar “a esta sabés lo que le hace falta, ¿no?”. Solo porque contestás de un modo firme y contundente un NO, un BASTA, un CORTALA, un NO ME GUSTA ESTO, un NO ME TOQUES. Cuando ponés límites que suponés clarísimos, en un ámbito laboral o dónde sea, genera estrés porque hay otro que cruza una barrera normal, se te acerca demasiado para hablarte o te toca mientras te saluda, RESPETO, ¿nadie se los enseñó? ¿Tengo que reaccionar de un modo excesivo para que me entiendas?

Cuántas cosas por cambiar, aun ahora que las mujeres no tenemos miedo de contar todo esto, de hablar de que no es nuestra culpa por cómo nos vestimos o maquillamos, que no es nuestra culpa en absoluto que haya idiotas que no conocen los límites. Los varones que sí respetan a todos los seres humanos ayuden a poner límites a sus compañeros de trabajo, amigos y parientes que incluso por Whatsapp siguen perpetuando con videítos este machismo instalado en lo más profundo de nuestra sociedad.

Les va llevar mucho tiempo cambiar, pero vale la pena intentarlo y no querer contarles estas cosas horribles que viví, y sin embargo, lanzarlas en un papel virtual y publicarlo. Más vale que nos apuremos, chicos, porque nosotras ya crecimos, ya nos unimos y no tenemos miedo. 

Seré una más del montón, seré un blog más escondido y perdido en la web, no me importa. Quisiera que nunca más ninguna chica pase por este tipo de situaciones.

No quería contarles, pero acá está, esta es una partecita de mi historia compartida por millones de mujeres. No tenemos miedo y no estamos solas.

#NOESNO #MIRACOMONOSPONEMOS

domingo, 24 de junio de 2018


Martes 05 de febrero de 2013, Trindade. Paraty. Brasil

Estamos en el Hostel Sea & Forest. Llueve. Llueve y para. Llueve de nuevo. En fin, nunca sentí tanta humedad en mi vida. Cuando sienta humedad en Buenos Aires, me voy a acordar de este lugar en plena selva… fucking rain forest.

Lucho está preocupado porque su mamá está preocupada, no tiene crédito y no pudo mandar un SMS. Ahora está leyendo un libro de no sé qué historias de hace mucho tiempo y yo le acabo de leer las primeras líneas de esta crónica.

Siento la humedad en mi espalda porque estoy apoyada contra una pared de nuestra habitación. No es pequeña, pero tampoco grande. Tiene una cama matrimonial puesta en unos tablones. Aquí todo es de madera. El techo inclinado hizo que mi hermoso marido se dé unos golpecitos por la noche.
Él sigue preocupado por la comunicación en este lugar, que es pésima. Por mi parte, me sumerjo en pensamientos más profundos: “qué plato de peixe comeré esta noche”.
Quizás lleve conmigo algunos kilos de más, pero valen la pena… correré y me cuidaré del todo en Bs. As. Allá también tendremos que ahorrar bastante, nuestra amiga “inflación” hace que nos pongamos a dieta obligatoriamente.

En el hostel escuchamos continuamente frases en inglés, alemán, portugués y alguna que otra en español. Somos un grupo de varias partes del mundo y de diferentes edades. Hay algunos de Austria, Finlandia, Israel, Australia, Italia, San Pablo, Río de Janeiro, La Plata, Francia y nosotros de Capital Federal. Les puede parecer divertido, pero el oído se cansa de escuchar otros idiomas, el cerebro trabaja el triple. Ayer, les hicimos una cuasifiesta a los chicos argentinos que encontramos. ¡Al fin hablamos en español! ¡Qué alegría!

Compartimos unas birras y anécdotas del viaje. Como que nosotros llegamos diez minutos tarde al colectivo Costa Verde en Río de Janeiro que nos llevaba a Paraty. Pero al parecer, justo se retrasó el micro y nos subimos. Pero antes de eso, para llegar a la Rodoviaria (la terminal), hicimos el viaje en taxi más cristiano del mundo: rezando a pleno para que algo milagroso suceda y atravesemos el tránsito carioca que nos tuvo a mal traer.

Una vez en Paraty, comimos un salgado con suco de caju y esperamos un bondinho que nos trajo a Trindade. Hermosos los paisajes desde que salimos de Río. Pero la peor travesía fue al final, cuando al estar más cerca de Trindade empezamos una ruta serpenteante y curvilínea, en bajada y a toda velocidad. Dios bendiga al chofer. Llegamos sanos y salvos, pero en algún que otro momento temí por mi vida.

Trindade es un pueblo de pescadores y turismo hippie loco, por lo que pudimos notar. Está lleno de pousadas y restaurantes varios. Las playas son preciosas, desérticas y de agua tibia. Lástima que no pudimos disfrutarlas por completo porque el clima no nos acompañó.
Creo que mañana será mejor, saldrá el sol y podremos disfrutar mucho más de este lugar divino al que vinimos a descansar de la gran ciudad.

Después les cuento cómo estuvo la cena.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Creía que exageraban

Creía que exageraban, las madres digo. Porque tanto amor, tanta felicidad, que “es el amor de mi vida” y tantas cosas que dicen no podían ser verdad.

Fui mamá. Hace poquito, no creas que ya va al colegio mi niña. Sí, tuve una nena. Cuando era más chica decía que no quería ser mamá. Es entendible que lo diga una persona que perdió a su propia madre a los dieciocho años como yo. No quería, tenía miedo, “que el mundo que le dejamos a los chicos”, o “qué puedo dar yo como mujer a un ser humano nuevo” o “no me voy a completar como mujer teniendo hijos, no lo necesito” (esto lo sigo sosteniendo, eh) y bla, bla, bla.

Tuve un embarazo insoportable, lleno de vómitos, me sentía muy mal, les juro. Pensaba en que deberíamos poner un huevo como los pingüinos y que lo empolle el padre. Sino que lo hagamos crecer tipo Matrix en esas máquinas raras que había en la película. Qué se yo, la acidez estomacal puede provocar algunos pensamientos graciosos.

Lo que no se me ocurría era que durante toda la gestación, no solo crecía un bebé en mi interior, mi hijita. Sino que también se gestaba una nueva Dámaris. Una nueva mujer, que sumaba un rol clave a su vida: el de madre. Este rol no es una pavada, chicos. Es un rol muy difícil, cada día se complica un poco más. Pero se origina. Prende cual bebé, una semillita, un poco de esto y aquello, pensamientos que van y que vienen… y cuando te querés dar cuenta ya pensás como mamá. No pensás en vos (esto no es constante, aclaro), dejás de ser el centro de tu vida, o quizás tenés ahora dos ejes o uno más potente que no deja que te caigas por pavadas. Te sostiene, no te sostiene el bebé, no es que el bebé te da fuerzas. Sos vos, que cambiaste. Soy yo, que cambié. Es ahí cuando te das cuenta de que esos meses de embarazo no son solo para que el bebé se forme, también son para una. No soy la misma persona que era antes de quedar embarazada, no. Ahora soy mamá, cambió mi eje, cambió mi norte y mi centro.

Imaginar la cara del bebé es inútil. Las ecografías te dan una forma a la que uno mira con cariño, pero sabemos que nadie reconoce sus facciones ahí. No es como la verás después, sus ojitos, sus manos. Yo quedé encantada con ella. No podía creer que un ser así había salido de mí, que fui capaz de soportar un embarazo con todo lo físico, mental y emocional que eso significa. 

Estaba ahí, en mis brazos: Josefina. Una beba delicada, preciosa, todavía hinchada por haber estado tanto tiempo nadando en mi panza. Íbamos conociendo nuestros aromas, nuestra piel. Con su mirada constante, sus manitos que me tocaban, ambas sabíamos qué hacer. No sé cómo. Pero sabíamos. Prendida a mi pecho le susurraba su nombre, que la amaba. Que la esperaba, que no podía imaginar mi vida sin ella.

Hoy ya han pasado varios meses, recuerdo ese momento con tanta alegría y lágrimas. Fue muy intenso todo en el buen y mal sentido, pero inolvidable. Ella no se va acordar, pero para eso estamos nosotros, para cortarle. Para narrar el inicio de su vida, para que sepa lo mucho que sus padres la amaron desde antes de nacer.

Aún no puedo creerlo, ella es tan bella, tan divertida, sonriente, feliz, juguetona, cachetona, larga y fuerte. Inquieta, curiosa, movediza, pícara… hermosa, es mi hija, es la verdad, ¿qué quieren qué diga?


Sí, yo pensaba que exageraban. Pero no, se quedaron cortas. 

jueves, 7 de septiembre de 2017

De esto no se habla

narración
Del lat. narratio, -ōnis.
1. f. Acción y efecto de narrar.
2. f. Novela o cuento.
3. f. Ret. Una de las partes en que suele considerarse dividido el discurso, en laque se refieren los hechos que constituyen la base de la argumentación.
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Evito escribir bajo una emoción muy intensa. No quiero que me gane ni el enojo ni la alegría ni la tristeza, pero hoy siento todas esas cosas al mismo tiempo. Si pudiera escanear mi cuerpo y cerebro, imagino que se verían de muchos colores, moviéndose, apagándose o prendiéndose como flamas.
La muerte en estos días vino a tocar nuestra puerta. La puerta de mi familia, quiero decir. Se llevó a la segunda esposa de mi papá. La primera fue mi madre, hace quince años. No sé si hay narración posible para explicar la sensación de vacío que se siente. Como caer en un pozo que no tiene fondo, o querer salir de uno y no encontrar la abertura hacia el exterior. Escalando unos muros interminables, hechos de preguntas sin respuesta y de reproches, de lágrimas y más reproches. Mi explicación sería algo así.
Me enojé mucho, pasó esto hace exactamente una semana. Es que frente a la muerte, a ese segundo de falta de respiración no podemos hacer nada. Impotencia. Nada. No hay más que hacer que mirar un cuerpo. Es horrible si lo escribo, sí. Pero de esto sí quiero hablar. La muerte se llevó a más personas en mi familia de las que me gustaría contar. En primer lugar, nombro a mi mamá: Sara. No recuerdo el orden de sus muertes perfectamente, sí los recuerdo a ellos: mi prima Laura, abuela Domka, abuela Duinka, primito Eber, tía Dina, tía Antonia, tía Nadia (no la conocí), abuelo Basilio, primos Marusha, Pablo y Marta.
La verdad es que según mi educación cristiana yo debería estar esperanzada. No lo estoy. No creo que haya nada después, o al menos nadie me lo puede comprobar. Ojalá que sí. Un cielo, eterno, donde todos están sanos sin llanto ni dolor. No lo sé. Antes lo diría convencida, hoy no puedo. Pienso en tantas personas que conozco a quienes les falta un padre o ambos. Es tan doloroso. Frente a la muerte uno hace lo que puede. Sigue adelante o se deprime. Depende qué cuento inventamos en nuestra cabeza para transitarlo y por eso es que de esto sí se debe hablar. Yo extraño a mi abuela, por ejemplo. Extraño a mi mamá, qué se sentiría abrazarla hoy o que abrace a mi hija. Pero no están, no existen más. Solo en mis recuerdos.
Cuando nos  reunimos “los que quedamos” de mi familia, no hablamos de los muertos. No hablamos del dolor, de lo que cuesta seguir. Pero seguimos, avanzamos y está bien, tampoco vamos a vivir metiendo el dedo en la llaga. Pero me gustaría decir algo, en honor a ellos. No me sirve solo pensar que “están en el cielo” y… ¿si no están? … o ¿si no voy? Quiero traerlos a mi memoria, que al menos estén en medio de las palabras, de nuestras conversaciones. Sé que no será posible en la familia que me tocó poder decir todo esto tan libremente, siempre alguno me cuestionará mi falta de fe o aumentarán mi tristeza con su pesimismo.
La verdad es que no tenemos una respuesta, no tenemos una narración universal válida que nos sirva para atravesar tanto dolor. Sí tenemos una narración personal válida. Una que construimos para retener a quienes se fueron o para dejarlos ir en nuestra mente. Yo los quiero retener, con pocos recuerdos buenos para dejar lugar a todo lo nuevo que todavía me queda por delante, pero sí quiero hablar de ellos, de la insaciable muerte que nos espera a todos.
No pretento ser ni optimista ni pesimista respecto del tema. Solo quería traerlo, porque está en mi cabeza, en mi vida y en mi familia. ¿Qué le atraerá de nosotros, no? Dos desgracias iguales a una misma persona. Familia llena de ausencias.

Solo me queda decir que ya entendí, señora muerte. Ya entendí que el tiempo vuela, que hay que disfrutar cada momento y conectarse con el aquí y ahora. Por favor, no se lleve a nadie más. Déjenos vivir un tiempo. Vivir, sin tenerla tan presente. Ya captamos el mensaje.